La integración social es un fenómeno que tiene explicaciones diversas, algunas de ellas culturales; pero especialmente se trata de una situación basada en ciertos pactos sociales que se concretizan en opciones económicas de base, y que son en la práctica condiciones para la integración social.
Entre estas condiciones se encuentran, en primer lugar, índices de desigualdad moderados entre los segmentos más pobres y más ricos de la población; esto quiere decir, una clase media extendida. En segundo lugar, sistemas de redistribución social, que aseguran ciertos mínimos cubiertos en forma igualitaria para la población en su conjunto, es decir, sistemas educacionales, sanitarios, de pensiones y acceso a la justicia, garantizados en condiciones igualitarias. En tercer lugar una participación con relativa equidad del producto del crecimiento económico, esto quiere decir, un nivel de distribución directa de la riqueza obtenida del crecimiento, y no la pretensión de que la sociedad se enriquece naturalmente y por contagio, cuando algunos se enriquecen.
Lo que hace las transformaciones actuales de estas condiciones estructurales, económicas y sociales, precisamente, es poner en riesgo la integración social. Una sociedad que se desintegra socialmente pierde su percepción de bien común y se orienta al bien individual, esto implica el alza de la corrupción, delincuencia e inseguridad social; al mismo tiempo que la proliferación de las malas prácticas de empresariado y de competencia desleal. Pues ninguno de estos elementos puede pedírsele a una sociedad que ya no se percibe en forma unitaria; sino que al contrario, sólo percibe la necesidad de velar por los intereses individuales.