Es la cara de una nueva banca. La explosión de la burbuja inmobiliaria no ha dejado títere con cabeza y la guillotina comenzó su trabajo en 2009 con el derrumbamiento de la Caja Castilla La Mancha.
Desde entonces, Gobierno y Banco de España intentaron por todos los medios reformas, no con muy buen resultado, que reflotaran un sistema financiero que amenazaba con desplomarse como Torres Gemelas.
Y llegó la última, la reforma que ha supuesto la bancarización de las cajas que han querido adaptarse, o han tenido que hacerlo, a los nuevos tiempos. Atrás han quedado dos siglos de historia y un dudoso futuro para el control social de los “nuevos” bancos.
El campo queda despejado para las fusiones y lo único que se ha sacado en claro es que tanto directivo debería pasar al “paro”, que no quiere decir que se queden desamparados, dadas las cifras con que se les ha estado premiando y que, aún en época de vacas famélicas, continúan disfrutando.
Y La Caixa ha decidido encabezar la cruzada y ponerse las pilas. Lo ha hecho saliendo a bolsa, porque necesitan dinero como sea y abrir su camino expansionista hacia otros países, intentando pervivir en medio de la recesión y de una economía tan deprimida, que millones de familias han perdido la batalla desde hace tiempo.
Pero eso no viene al caso, nunca viene al caso, porque hablamos del dinero con mayúsculas; esa economía “macro”, a la que le importan pocos los malabarismos hogareños para llegar a final de mes.
Más bancos, dirán algunos, de esos que embargan y a la vez reciben dinero hasta de los fondos públicos, mientras los ciudadanos de a pie les entregan las llaves de sus casas y buscan un puente bajo el que contemplar las estrellas.